Imagen obtenida de la red
HUELE A HOGAR
Las ventanas eran de madera
vieja. Todavía no había llegado el frío del invierno, la brisa entraba a través de una ventana entreabierta
de mi cuarto, me agradaba; me abrigaba bien y me dormía. Soñaba...soñaba con un
lugar lleno de mariposas, colores y aromas de primavera. De la primavera pasaba
al invierno, olor a humedad; al fin y al
cabo en mis sueños y en mis cuartillas podía vivir en la estación del año que
más me apeteciera. Me reconfortaba encontrarme entre sábanas y mantas gruesas
por las noches y entre letras por las mañanas. Podía imaginar.
—Tal vez la realidad no sea
más que pura invención —me decía a mí misma, en mi soledad.
—Tal vez pudiera ser real aquello que escrito en hojas
de papel, se deja leer —me respondía a mí misma.
En mis fantasías bien pudiera
ser un mago, un hombre con poder, una mujer fatal o una astronauta recién
llegada de un viaje espacial.
Viajaba mi imaginación en
barca y a través de las letras.
Me gustaba retirarme al campo
para escribir, allí mi barca no se hundía.
La casa tenía vida propia, no
me asustaba porque habiendo nacido en
ella, la conocía bien. Sin embargo, a mis amigos les resultaba impactante.
Estaba desvencijada, a veces parecía gemir; en sus lamentos olía a madera
vieja. Se podía intuir su pasado. Sus
rincones, junto con sus pinturas, sus lámparas y sus relojes, contaban
historias maravillosas de tiempos pasados.
Las musas no la abandonaban,
se sentían a gusto allí.
En mi dormitorio podía
concentrarme. Sobre mi escritorio siempre había flores silvestres que llenaban
de fragancia el cuarto. A mi izquierda, a través de la vieja ventana de madera,
entraban los primeros rayos de sol de la mañana; desde allí podía disfrutar de
las vistas del río y de la naturaleza. Me asomaba a la ventana, escuchaba la
melodía que venía del río….Escribía.
Algunos me llamaban loca,
otros me decían rara.
Pasaban las horas tan rápido
en compañía de mis apuntes, que a veces me olvidaba de comer.
Mi familia estaba
desperdigada, cada uno en su ciudad, en sus pisos y apartamentos modernos.
Comprendía que mis abuelos se hubieran ido a la ciudad, a vivir en un piso
confortable con ascensor y calefacción; sin embargo a mí me enamoraba la paz y
el aroma de aquel lugar. Desde mi ventana veía a la gente pescar truchas y en primavera todo se llenaba de flores, me
alegraban, me inspiraban.
Desde mi ventana entre
abierta, respiraba la frescura del agua del río. Los árboles en primavera se
visten de colores, del tono de las flores y forman un arcoíris difícil de
igualar en las pinturas.
Acudía siempre que podía,
disfrutaba de independencia y soledad excepto en Navidad, entonces era el
momento de conceder una tregua. Todos llegaban a la casa con la misma
intención, un intento de hacer paréntesis en sus vidas y pasar unos días
inolvidables juntos. Lo hacían estresados, dejaban sus problemas por el camino
junto al río. Los eucaliptos que seguían el cauce, daban olor a toda la zona a
través del camino a casa. ¡Qué placer el aroma del campo! Sonreían.
—Niños, oler esto que en la
ciudad no lo pillamos.
—¡Huele raro, mamá!
—¡Son los eucaliptos!.
Cuando llegamos a la casa,
aroma a tomate en rama.
En el salón huele a leña
ardiendo en la chimenea. Y en la cocina, al cocido de la abuela.
María Teresa Fandiño Pérez.
La Coruña, España.
https://issuu.com/carmenmembrillaolea/docs/gealittera_22/1?e=12148429%2F36374137
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